Literatura N.T

Literatura del Nuevo Testamento

Resumen histórico del nacimiento del Nuevo Testamento 

El NT es una compilación de 27 libros escritos durante medio siglo, por muchos hombres y bajo variadas circunstancias. Semejante biblioteca podría resultar tan dispersa y dispar que ni siquiera la decisión gradual de canonizar precisamente estos escritos podría imponerles una unidad eficaz. Pero efectivamente resultan tener tal semejanza de tema (es decir, Jesucristo y lo que Dios hace por medio de él) y aun semejanza de punto de vista, que tenemos que declararlos un testamento. En otras palabras, con el mismo sentido con que afirmamos que los 39 libros del AT constituyen un testimonio coherente al Dios de Israel y del universo —una revelación de su soberana voluntad— también podemos discernir en estos 27 libros cristianos del primer siglo un NT, continuación y cumplimiento del AT.

¿En qué consiste la unidad del NT? Los autores no se reunieron para ponerse de acuerdo sobre la “agenda”, ni hubo planificación para publicar documento alguno, ya que esta literatura se produjo “casualmente” bajo la presión de las circunstancias, en este caso, la expansión de la joven iglesia. Desde luego, los cristianos a través de los siglos hemos confesado ver en este proceso “casual” la supervisión del Espíritu de Dios.

Veamos en orden los acontecimientos de esta producción:

1) Tomó lugar “el evento Jesús” (desde 4 a. de J.C. hasta 30 d. de J.C.) que estremeció un sector importante del judaísmo en Palestina. Esta fase no produjo escrito alguno.

2) Luego los testigos oculares de este evento, junto con muchos otros predicadores, esparcieron la buena nueva (en griego, euanggélion 2098, “evangelio”) por toda la cuenca mediterránea (desde 30 hasta 69 d. de J.C., poco antes de la destrucción de Jerusalén). En este proceso los hechos que constituyen el mensaje básico acerca de Jesús (en griego, kérugma 2782): su muerte en la cruz “por nuestros pecados”, su entierro, su resurrección (a menudo interpretada como “exaltación a la presencia del Padre”), sus apariciones a ciertos creyentes y la promesa de su pronto regreso para instaurar en la tierra el reino de Dios, se elaboraron en distintos respectos. Por ejemplo, los oyentes de esa campaña de predicación habrán preguntado por las causas de la ejecución de Jesús: “¿Qué enseñaba?” “¿En cuáles controversias se hallaba metido con las autoridades?” “¿Qué actitud asumía frente a los marginados de su época?” “¿Reclamaba ser el mesías profetizado en las antiguas Escrituras?” Curiosamente, esta parte de la tradición oral no dejó huellas escritas en este período; al menos, no nos han llegado.

En cambio, el trabajo de Pablo en sembrar muchas congregaciones en el suelo de todo el mundo de habla griega (48–67, aprox.) y sus viajes incesantes lo obligaron a escribir una correspondencia pastoral y teológica que a su manera también comenta el kérugma. El Apóstol contesta preguntas tales como: ¿En qué respectos tienen que cambiar su estilo de vida los bautizados que vienen de un trasfondo pagano?, ¿qué valor tiene la ley de los judíos, ya que Jesús murió y resucitó?, y ¿hemos de esperar mucho tiempo antes de la venida de Cristo? Los 13 escritos que la tradición patrística atribuye a Pablo y que constituyen el 25% del texto del NT le ameritan el honor de ser uno de los dos autores más fecundos de dicho texto.

Pero Pablo no fue el único que se valió de la carta como medio de instrucción para las iglesias recién formadas. Durante la segunda mitad del siglo primero, varios dirigentes del movimiento cristiano también tomaron la pluma; el NT atribuye a Santiago, Pedro, Juan y Judas cartas que pertenecen a un mismo género, y la carta anónima que llamamos “a los Hebreos” no dista mucho de este tipo literario.

Un poco más adelante definiremos este género epistolar, pero primero resumamos gráficamente lo que hemos afirmado acerca de esta primera literatura del NT:

ACONTECIMIENTOS PRODUCCIÓN LITERARIA

4 a. de J.C. 30 d. de J.C. 69 d. de J.C. Ninguna; la tradición existe todavía

(en el 69) en el nivel puramente oral.

vida de Jesús gestación de los

Evangelios

58 100 Los primeros escritos del NT

El género literario "Evangelio"

Cronológicamente hablando, la literatura epistolar goza de prioridad; sin embargo, de un primer vistazo a la Tabla de contenido del NT, el lector común y corriente saca la conclusión bien justificada; los libros narrativos son los básicos del NT. Digo “bien justificada”, porque precisamente esta es la impresión que los compiladores del canon quisieron dejar por medio de su ordenamiento de los libros: los acontecimientos en torno a Jesús fundamentan la fe cristiana y la actividad de la iglesia. Y aunque los Evangelios no se consagraron en forma escrita sino hasta las últimas décadas del siglo, siempre circulaban en forma oral en las congregaciones y sustentaban su vida. De manera que en el canon del NT aparecen los cuatro Evangelios como una especie de roca fundamental, de la misma forma en que en el AT los “cinco libros de Moisés” originan las otras dos secciones: los profetas y los escribas.

El Evangelio de Marcos

No sabemos a ciencia cierta por qué la iglesia madre de Jerusalén (u otra instancia que custodiara las tradiciones orales acerca de Jesús) confió a Juan Marcos, en el 69 d. de J.C., la tarea de poner por escrito dichas tradiciones. Se han sugerido una o más de las siguientes razones: a) La muerte de Pedro y otros testigos oculares, cuya palabra había garantizado la facticidad de la predicación sobre Jesús; b) la preferencia de la iglesia, que seguía en esto las prácticas del judaísmo, por la palabra hablada encima de cualquier escrito; c) un cambio de énfasis en cuanto a la Segunda Venida de Jesucristo; con el tiempo los cristianos reconocieron que la evangelización del mundo tomaría muchos años y que habría que preocuparse por la instrucción de la generación subsecuente.

Al aceptar la “comisión” de poner por escrito la predicación de muchos testigos a través de 40 años, Marcos se halló frente a una masa de material. Lejos de estar archivado sistemática e impersonalmente, este material se conservaba en forma oral en tres ambientes, o actividades de la iglesia: 1) la evangelización, 2) la enseñanza de sus propios miembros, y 3) el culto. Así se preservaba cada unidad de tradición de los efectos corrosivos de la mera repetición mecánica; por medio del uso constante en una iglesia de sangre y carne, un dicho del Señor Jesús, por ejemplo, se adaptaba paulatinamente a situaciones nuevas sin traicionar la intención originaria del Señor.

Para ilustrar este proceso en el caso de un milagro, podríamos imaginar al apóstol Andrés contando en el año 60 la historia de Bartimeo el ciego. Como él anduvo predicando, digamos en Asia Menor, y hablaba griego en lugar de arameo (su idioma nativo y el de Jesús), la experiencia originada con Jesús tuvo que transmitirse filtrada por una traducción del arameo al griego. Además, el auditorio de Andrés procedió en su mayoría del paganismo; por ello, algunos detalles del relato que requieren un conocimiento del judaísmo palestiniano (... ¡Hijo de David, ten compasión de mí!, p. ej.) necesitarían explicación o modificación, o bien ciertos detalles de la geografía de Palestina. Pero como el propósito de contar el milagro no es el de simplemente describir el poder del taumaturgo Jesús, sino el de lograr la conversión de los oyentes a la persona viviente, el Señor Jesús, Andrés no habrá distorsionado en absoluto el relato.

Marcos, pues, tuvo que hacer una selección entre muchas pequeñas unidades (que llamamos perícopas, porque en muchos casos flotaban independientemente en el ambiente, sin traer mucha indicación del tiempo cuando ocurrieron o el lugar). Parece que la primera sección de la historia de Jesús que tomó forma conexa y coherente fue la Pasión; no es imposible que Marcos encontrara un esbozo ya escrito de esta última semana de la vida del Señor. Al fin, el kérugma insiste mucho sobre la centralidad de la crucifixión y resurrección de Jesús, y los acontecimientos en Jerusalén deben haber ocupado un lugar privilegiado en toda predicación. Marcos dedica a ellos nada menos que el 20% del texto de su Evangelio.

Otras unidades se han agrupado posteriormente para facilitar su memorización y comprensión: el “día típico de trabajo en Capernaúm”, por ejemplo (1:21–38), y las controversias en Jerusalén (11:27–13:2). No sabemos si la compilación de estos ciclos se debe a los predicadores anónimos o a Marcos. Pero si en algún momento existieron en forma escrita antes de la publicación del Evangelio canónico, tales fragmentos han desaparecido por completo. Hasta donde sabemos, este Evangelio (es decir, Mar. 1:1–16:8), apareció como una obra pionera; aun su género literario es nuevo.

Vale la pena, pues, tratar de reconstruir imaginariamente la motivación teológica y la técnica de composición del primer evangelista. Los cuatro evangelistas, lejos de ser meros recopiladores al azar de tradiciones sueltas, como si trabajaran “con tijeras y goma”, son autores; cada uno es un creador de su obra en el sentido pleno, y teólogo también. No sólo tiene razones personales para la selección que hace de unidades —una visión particular de la persona de Jesús, por ejemplo, o el propósito de evangelizar— sino que sus decisiones obedecen a las necesidades e inquietudes de sus destinatarios. Marcos, por su parte, escribe a la iglesia de Roma, compuesta en su mayoría por gentiles. Era una comunidad que hacía poco, bajo Nerón, había sufrido mucho (c. 64 d. de J.C.) y que tendría mucho interés en el mesías sufriente presentado en todo el Evangelio, o que podría identificarse con el gentil que confiesa en la culminación de la crucifixión: ¡Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios! (15:39). Todas las técnicas que Marcos usa —las órdenes de callar la mesianidad de Jesús, el énfasis sobre la estupidez de los discípulos, la insistencia en los milagros del Señor que paradójicamente subraya su humilde servicio como el Sufriente— se explican mejor bajo esta luz contextual.

Ahora, ¿cómo se puede categorizar un escrito de este tipo? Biografía no es —una “vida de Jesús”, digamos—, a pesar de un evidente interés biográfico. Tampoco es un ensayo teológico, aun cuando cada perícopa, pulida por la práctica kerigmática de muchas décadas, interpreta teológicamente los acontecimientos narrados y las palabras recogidas de la enseñanza dominical. En Marcos 1:1 se usa la expresión euanggélion para caracterizar su obra literaria, sin darle por eso la acepción “género literario ‘evangelio’ ”; parece que el evangelista teme que, si carga el énfasis en Cristo, muchos lectores podrían perder el contacto con la figura humana de Jesús, quien vivió en Galilea y fue ejecutado en Jerusalén. ¿Y por qué lo crucificaron los romanos? Porque primero el Sanedrín lo condenó, tras amargas controversias con el judaísmo rabínico. Marcos retoma los relatos formados en Galilea y pregonados en muchas partes, los ordena según un plan vagamente cronológico y geográfico, y los utiliza pastoralmente para consolar a una comunidad en Roma perseguida por ser obediente a Dios. Desde entonces, las páginas de Marcos han instruido existencialmente a miles de iglesias locales a través de los siglos; aun el famoso recurso estilístico del presente histórico parece hablarnos hoy: ¿Quién es éste, que hasta el viento y el mar le obedecen? (4:41).

Evangelios canónicos y espurios

“Evangelio” no se usa con el sentido de género literario antes del fin del siglo I, cuando algunos cristianos lo aplican a Marcos como un título abreviado. Pronto, después, se aplica también a los otros tres libros similares que incluimos en nuestro canon; pero siempre la iglesia aclara que hay un solo evangelio, visto desde cuatro ángulos diferentes (el evangelio, según Marcos; el evangelio, según Mateo; etc.), y no cuatro evangelios (el Evangelio de Marcos, el Evangelio de Mateo, etc.).

Parece que sólo se han producido cuatro libros de este género. Existen obras con el nombre de Evangelio, pero son de otro género. Por ejemplo, el Evangelio de los ebionitas y el Evangelio secreto de Marcos son meros fragmentos, los Evangelios de la infancia una fantasía romántica, y los evangelios gnósticos Pistis Sofía, el Evangelio de la verdad y el Evangelio de Felipe simples discursos revelatorios. Aún la tradición semisinóptica de enseñanza que hallamos en el Evangelio de Tomás pertenece al género judío conocido como “Los dichos de los sabios”. Y todos carecen de un relato de la Pasión.

¿Existen tradiciones genuinas acerca de Jesús fuera de los cuatro Evangelios canónicos? Los estudiosos han reducido a menos de una decena los dichos de Jesús, denominados ágrafa, que se hallan incrustados en otras fuentes: Hechos 20:35, donde Pablo cita una palabra dominical; cierto manuscrito de Lucas 6:4, que atribuye a Jesús el siguiente comentario dirigido a un hombre que trabaja un día sábado: “Oh hombre, si tú sabes lo que haces, bienaventurado eres; pero si no sabes, eres maldito y un transgresor de la ley”; y las palabras de institución de la cena del Señor citadas por Pablo en 1 Corintios 11:24, 25. Además en los papiros Oxirinco, los Padres eclesiásticos y el Evangelio de Tomás, encontramos unos cuantos dichos con cierta probabilidad de ser genuinos. Pero los datos sugieren que los cuatro evangelistas recogieron casi la totalidad de las tradiciones referentes a Jesús de Nazaret y recordadas en las comunidades.

“Género literario” es una descripción que depende de la interrelación entre forma, estilo y contenido. Varios géneros muestran algunas características de los cuatro Evangelios pero no todas:

1) Los dichos de los sabios. A este género, que por definición carece de muchos elementos narrativos, puede haber pertenecido el documento hipotético Q, utilizado en Mateo y Lucas y que explicaremos a continuación. Así también muchos dichos en las etapas tardías del Evangelio de Tomás.

2) Aretalogía. Este género reporta las hazañas de dioses y milagros de la antigüedad, aparentemente con la intención de mostrar su poder divino. Cada uno merece el nombre de “hombre divino” (theiós anér). Se ha sugerido que fuentes tanto de Marcos como de Juan proceden de este género, pero es menester reconocer que en ambos casos el evangelista ha modificado considerablemente este aspecto de su material.

Es probable que la cultura grecorromana haya atribuido primero cualidades divinas a ciertos sabios, antes de llamar divinos a los taumaturgos. En las descripciones de los sabios entran rasgos heroicos: un nacimiento milagroso, la posesión de sabiduría extraterrestre, acontecimientos extraordinarios en el momento de su muerte y manifestaciones sobrenaturales.

Seguramente, el género “Evangelio” es un híbrido que Marcos creó para la situación de la iglesia en Roma. Podríamos definirlo como “biografía con rasgos aretalógicos”, si explicamos que “biografía” no implica el género moderno del mismo nombre. Al lector moderno los Evangelios le dan la impresión de ser biografías, y sin duda los primeros lectores tuvieron la misma reacción. La descripción “memorias de los apóstoles”, acuñada por Justino Mártir (c. 150), sugiere algo biográfico, y Lucas en su prefacio (1:1–4) señala la misma intención en sus precursores. Sin embargo, Marcos enfoca teológicamente los aspectos narrativos de acuerdo con la cristología de los sermones primitivos, y matiza los elementos aretalógicos con su doctrina del Salvador sufriente (ver 10:45). Crea una síntesis paradójica que hace tensa y genial su obra, aun cuando su estilo literario no parezca elegante ni pretenda serlo.

Los otros Sinópticos

La publicación del Evangelio de Marcos no cerró la puerta a la producción de libros similares; al contrario, parece haber retado a otras comunidades y a otros autores a “superar”, desde el punto de vista de otras vivencias de la fe y otros contextos, la obra pionera. Según el consenso actual entre los estudiosos que hemos seguido en este esbozo, los Evangelios de Mateo y Lucas aparecieron una década más tarde, y sus autores se valieron independientemente de Marcos para elaborar sus nuevos bosquejos, esquemas geográficos, y hasta detalles del texto. Cuando cotejamos en tres columnas de texto los paralelos (este tipo de publicación se llama “sinopsis”), podemos verificar por qué estos Evangelios se llaman “sinópticos”; su punto de vista es compartido, y la semejanza parte del uso común de un texto escrito, y no simplemente de la tradición oral. Ya que según el consenso este texto tiene que haber sido Marcos, en la sinopsis impresa Marcos constituye la columna central para facilitar la comparación, como se nota en la siguiente perícopa: “La curación de la suegra de Simón Pedro”:

Son notables las semejanzas y las pequeñas diferencias. Marcos tiene todas las características de una narración de un testigo ocular; con sólo cambiar de tercera a primera persona (“Cuando salimos de la sinagoga, Jesús fue con Santiago y Juan a la casa mía y de Andrés...”) podemos imaginarnos cómo Pedro habrá dado testimonio de una experiencia inolvidable, recogida luego por Juan Marcos. En cambio, Mateo ha abreviado tan severamente el texto que tenía ante los ojos (Marcos) que nosotros, si no tuviéramos el original con que compararlo, casi tendríamos dificultad en comprenderlo; por ejemplo, Mateo concentra nuestra atención exclusivamente sobre Jesús, y cuando la enferma sana de su fiebre, no hay nadie más a quien servir sino al Maestro. Por su parte, Lucas reescribe independientemente el texto modelo (Marcos), simplificándolo y precisando ciertos detalles de la curación (quizá sea significativo que Col. 4:14 sugiere que el autor del Evangelio era médico): la fiebre es mucha y Jesús la reprende, como si se tratara de un demonio.

Otro elemento esencial en “la teoría de los dos documentos” que constituyen el consenso actual, es que Mateo y Lucas usaron, cada uno a su manera, una colección de dichos del Señor que los estudiosos llaman Q (de Quelle, el término alemán para “fuente”). Q designa, pues, un documento hipotético jamás encontrado; habrá abarcado poca narración y nada sobre la Pasión. Esta hipótesis parece explicar mejor los muchos acuerdos entre Mateo y Lucas que no proceden de Marcos (sermones, parábolas, la triple tentación, etc.).

¿Cómo hemos de explicar el material peculiar a Mateo y a Lucas, los dichos y las narraciones que no proceden ni de Marcos ni de Q? Desde luego, aunque el consenso insiste en que los autores de Mateo y Lucas no eran testigos oculares, estos siempre podrían haber escarbado en la tradición oral, una práctica que existía antes, durante, y después de la producción de los Evangelios escritos. Es probable, sin embargo, que descubrieran materiales ya escritos (comp. Luc. 1:1–3), los cuales ellos combinaron hábilmente con tradiciones orales. En el caso de Mateo, llamamos “M” a este contenido escrito y oral que no se encuentra en ningún otro Evangelio, y en el caso de Lucas, lo llamamos “L”.

El estudio de los últimos 200 años ha adelantado mucho la solución del “problema sinóptico”, pero quedan ciertos fenómenos sin una explicación adecuada. Podríamos diagramar así las relaciones entre las fuentes de los tres primeros Evangelios, según el consenso moderno:

En años recientes, este consenso ha sido impugnado de nuevo por los que creen en la prioridad de Mateo, o bien en la existencia de ediciones primitivas de uno o más de los Evangelios (Proto-Marcos, Proto-Mateo y Proto-Lucas), pero “la teoría de los dos documentos” sigue fuertemente apoyada. Con todo, no se ha dicho la última palabra.

El Evangelio de Mateo

Quizá la iglesia en Roma quedó satisfecha con su “Evangelio”, pero unos 5–15 años más tarde un grupo de iglesias judeocristianas en Siria (¿Damasco? ¿Cesarea?) comenzó a pedir a sus líderes una obra más a tono con sus propias necesidades catequísticas. Por cierto, el Evangelio de Marcos se queda bien corto en cuanto a las enseñanzas de Jesús, y en otros aspectos también (su estilo populista, por ejemplo, que no se presta mucho a la lectura formal en el culto) podría considerarse defectuoso desde ciertos ángulos. Un autor desconocido, tal vez trabajando en equipo al estilo de una escuela rabínica, produjo el Evangelio que nosotros llamamos Mateo. (Vale recordar que todos los cuatro Evangelios son anónimos y que las “etiquetas” tradicionalmente asociadas con ellos [“según Mateo”, “según Juan”, etc.] se deben, no a la evidencia interna de los Evangelios mismos, sino al testimonio externo de Padres de la iglesia que vivieron décadas después.)

Si la hipótesis expresada aquí interpreta bien los datos, el Evangelio de Mateo apareció en la década del 70 o del 80. Habrá usado como fuente principal el Evangelio de Marcos, ya que reproduce el 90% de este primer Evangelio y sigue de cerca el orden de los acontecimientos en la segunda mitad de su obra. Como corolario de esta dependencia de Mateo con respecto a Marcos (escrito por alguien que no era un testigo ocular), tenemos que concluir que el autor de Mateo no es tampoco testigo ocular del ministerio de Jesús, y por tanto no se llamó Leví (o Mateo) como insiste la tradición recogida por Papías. Quizá los logia a que Papías se refiere, lejos de ser un Evangelio completo compuesto en arameo, eran una colección de dichos de Jesús, o de profecías del AT cumplidas durante su ministerio terrenal; en todo caso, una fuente breve pero que permitió que el nombre de un apóstol se relacionara con este Evangelio.

Hemos visto cómo tanto Marcos como Mateo respondieron a las necesidades de sus comunidades. Mateo parece considerarse un “escriba cristiano”, un “dueño de casa, que de lo que tiene guardado sabe sacar cosas nuevas y cosas viejas” (13:52). No nos sorprende, pues, que él saque provecho de la ley y del evangelio, de la tradición y del Espíritu. Pero a pesar de verse como “maestro de la ley” (escriba), sus peores críticas se dirigen contra “los maestros de la ley y fariseos” (23:13–36), porque las iglesias que él representa, basándose en las enseñanzas de Jesús, se creen el verdadero Israel. Por tanto, la rectitud de los cristianos tiene que superar a la de los fariseos (5:20), y Mateo combate en forma radical la infracción de la ley: “¡Aléjense de mí, malhechores!” (ver 7:23, comp. 24:11, 12) dirá Jesús a los que no “hacen la voluntad” del Padre celestial.

Estos énfasis corresponden bien a lo que sabemos de las iglesias en Siria (que nos dieron igualmente la Didaché, c. 100; la preocupación por los profetas cristianos y por el orden en la iglesia es común a ambos documentos. Según Mateo, los cristianos nos hemos identificado con Jesús de tal manera que heredamos las designaciones “profetas”, “justos” y “los pequeños”, y continuamos la misión de quien detenta “toda autoridad en el cielo y en la tierra” (28:18–20).

En ciertas épocas de la historia cristiana, algunos teólogos se han quejado del género literario de los Evangelios. “¿Por qué Dios no nos dio un tratado sistemático sobre la cristología?” decían. Pero hoy día hemos redescubierto el valor de la “teología narrativa”. Siglos antes del NT, los israelitas descubrieron, al consignar su Torah por escrito (del Génesis hasta Deuteronomio), que las obligaciones que van jalonando la vida concreta de los creyentes son incomprensibles sin la “memoria” de lo que sirve de base a estas obligaciones: la acción de Dios en la historia de Israel. El relato y la ley forman los dos juntos la Torah. En forma paralela, los evangelios no son una mera expansión del kérugma, ni siquiera una simple colección de las palabras de Jesús; son relatos, cuya originalidad consiste precisamente en su mezcla íntima de anuncio y narración. Su género literario afirma que la historia de Jesús representa un papel en la historia presente de nuestra existencia; en los Evangelios el Jesús viviente nos reta, nos interpela constantemente.

El Evangelio de Lucas

Aproximadamente en el año 80 Lucas el gentil, oriundo de Antioquía en Siria, tomó su pluma para proveer un Evangelio para iglesias (¿en Roma?, ¿en Siria? estamos reducidos a conjeturar la ubicación de sus destinatarios) de composición gentil. Hemos mencionado ya sus fuentes —Marcos, Q y L—, que podrían sugerir bastante semejanza con Mateo, pero en realidad cada uno de los dos Evangelios mantiene en los detalles una óptica aparte. En cuestiones del orden en que presenta su material, Lucas es más independiente de su modelo común, Marcos. Pero su decisión más sorprendente es la de producir una obra en dos tomos: a) el Evangelio que lleva su nombre y b) Hechos de los Apóstoles, que continúa la historia cristiana más allá de la Semana Santa del año 30, donde el género “Evangelio” deja el relato. Hechos prolonga la historia hasta el 62 aprox., una coyuntura cuando Pablo ha llevado el mensaje de buenas nuevas hasta Roma, la capital del imperio y a los ojos de Lucas “la parte más lejana de la tierra” (Hech. 1:8).

En su Evangelio aparece un elemento relativamente nuevo: la excelencia literaria. Si el griego de Marcos es un poco tosco, procedente del pueblo, y el griego de Mateo, aparte algunos rasgos litúrgicos, sólo un poco más pulido, el estilo de Lucas tiene ciertas pretensiones de satisfacer un auditorio culto, representado por Teófilo (comp. los prólogos, Luc. 1:1–4 y Hech. 1:1, 2a). Los inicios de los tres Sinópticos dicen algo de la intencionalidad de sus autores: 1) Marcos arranca con un título o introducción de un solo renglón: “Principio de la buena noticia de Jesucristo, el Hijo de Dios”, y prosigue con el relato a partir del ministerio de Juan el Bautista. 2) Mateo comienza su “libro” (Mat. 1:1) con una genealogía, imitando así un número de modelos tomados del AT, y por tanto relacionándolo con tipos literarios ya conocidos en Palestina. Luego describe el nacimiento y la infancia de Jesús (Mat. 1:18–2:23) antes de hablar de Juan el Bautista, porque la escuela de Mateo da importancia a estos detalles que comprueban la encarnación (“Dios con nosotros”, Mat. 1:23). 3) En cambio, Lucas compone un prólogo clásico que consta de un “período” literario formal, en que la prótasis (vv. 1, 2) como la apódosis (vv. 3, 4) constan de tres frases paralelas cuyo equilibrio es llamativo. En esto sigue pautas dejadas en los prefacios a libros clásicos de historia por Herodoto, Tucídides y otros, y por Josefo en su apología judía Contra Apión. Luego Lucas, como hábil escritor que es, cambia de estilo (1:5) y nos inserta bruscamente en el mundo judío; nos hallamos en la Jerusalén de c. 6 a. de J.C. y el lenguaje, prestado de la Septuaginta, anuncia que el Mesías es salvador en primer término de judíos, pero también de gentiles. Aquí Lucas se vale de tradiciones sobre la infancia que no son las que usó Mateo; pero independientemente los dos Evangelios relatan el carácter virginal de la concepción, y el nacimiento en Belén. 4) Sobre el prólogo al Evangelio de Juan, ver 21:25.

En cuanto a la enseñanza de Jesús, Lucas conserva no sólo piezas recogidas de Q (en una forma levemente diferente de la forma mateana, comp. Luc. 15:3–7 con Mat. 18:10) o de Marcos, sino piezas halladas en su propia investigación, (las fuentes que llamamos L): parábolas memorables sobre la oración, p. ej., y otros temas preciosos para Lucas, como son el Espíritu Santo, la salvación de los pecadores, y el interés de Jesús en los marginados de la sociedad como los niños, las mujeres y los pobres en general. Particularmente destacadas son las expansiones que Lucas hace del relato de la resurrección, tan escueto y misterioso en Marcos; Lucas nos trae a colación no sólo la tradición de la tumba vacía (como en Mar. 16:1–8) sino las apariciones del Resucitado a los discípulos de Emaús y a los once apóstoles y otros compañeros (24:13–49). Finalmente, añade un énfasis muy particular (Luc. 24:50–53; Hch. 1:6–11): Jesús sube al cielo mientras bendice a los suyos.

El Evangelio de Juan

En la última década del siglo apostólico, las iglesias en Asia Menor (que hoy llamamos Turquía) pasaron por una crisis amenazante. Aunque Pablo había establecido muchas congregaciones robustas en el área de la capital Efeso (comp. Hech. 19) y según la tradición, el apóstol Juan había pasado allí sus últimos años, las doctrinas erróneas de los gnósticos se habían infiltrado en muchos grupos cristianos. En el año 95 aprox. un grupo de discípulos de Juan que había escuchado su predicación sobre Jesús decidió escribirla en la forma de un Evangelio, con el fin de contrarrestar las herejías.

Si los tres Sinópticos tienen relativamente “el mismo ángulo de visión”, es evidente que el Evangelio de Juan, a veces denominado el cuarto Evangelio, adopta un ángulo diferente. Sigue siendo un Evangelio —no ha variado el género literario, porque sigue presentando a Jesucristo por medio de palabras y obras, y llega a su desenlace por una descripción pormenorizada de la pasión y resurrección— pero sus recursos literarios, históricos y teológicos han variado bastante.

P. ej., 1) literariamente Juan ha reducido el vocabulario de su escrito a escasas mil palabras. Prefiere también el paralelismo del tipo que encontramos en el AT (p. ej., las sentencias tales como: La ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo, 1:17). En la estructura de sus escenas Juan integra las actividades del Señor, sus “señales”, con los dichos que explican por qué el Hijo “ha venido al mundo”, de una manera menos fragmentaria que los Sinópticos. Además, antepone un solemne prólogo, una especie de himno al Verbo, que resume el contenido del Evangelio (1:1–18) en términos comprensibles tanto a lectores judíos como a gentiles.

2) En cuanto a la parte histórica, Juan demuestra buen conocimiento de Palestina y sus costumbres, y del judaísmo practicado en las sinagogas de Galilea. Pero los acontecimientos —los desplazamientos de Jesús, las visitas a Jerusalén y el orden de los sucesos— varían un poco en comparación con los relatos de los Sinópticos. 3) Teológicamente, Juan se concentra mucho en la persona de Jesús. Ya el Maestro no habla tanto del reino de Dios como de su propia persona y la vida eterna que trae de parte del Padre. Y esta vida no es sólo un don del futuro sino una realidad presente, un regalo que Dios nos da cuando respondemos con fe a la invitación de Jesús.

El cuarto Evangelio no suprime, como Marcos, las apariciones del Resucitado. Conoce tradiciones bellas acerca de María Magdalena y el encuentro con su rabbouní 4462 (20:16) y acerca de los discípulos varones que dos veces oyen el “¡Paz a ustedes!” de quien entra por puertas cerradas. Y en el cap. 21, que los discípulos de Juan aparentemente agregaron después de la primera edición del Evangelio, hallamos el relato de una tercera aparición a los discípulos. Podemos concluir, pues, que en una forma muy ajustada a su contexto de cultura griega, este último de los cuatro Evangelios responde a nuevas preguntas, a desafíos desconocidos por los Sinópticos, y así ejemplifica la dirección específica que el Espíritu Santo da a la iglesia en su tarea misional (16:12–15).

El Epílogo de Marcos

En las primeras décadas del siglo II (c. 125) la circulación de los cuatro Evangelios en muchas partes de la cuenca mediterránea creó un reconocimiento de que al primero de ellos le faltaba (al menos en la nueva situación) una terminación más parecida a los otros tres. A decir verdad, Marcos 16:8 (el último versículo escrito por Marcos), con su énfasis en el espanto de las mujeres y su desacato al mandato que recibieron, parece dejar inconclusa la “buena nueva” (1:1), aunque hoy se acepta como probable el que Marcos concluyera intencionalmente su obra sobre esta nota abierta y retadora.

Lo cierto es que un autor desconocido complementó el texto de Marcos con los vv. 9–20, utilizando tradiciones ya conocidas en su mayoría pero en todo caso de alta autoridad. Aunque estos cuatro párrafos no se encuentran en los manuscritos más antiguos, a la época de definir el canon formaban ya parte del texto del Evangelio y por tanto son calificados desde entonces como parte integrante de la Palabra de Dios. Subsecuentemente, antes del siglo VII, otro autor compuso su propia terminación breve (sería de 2 o 3 versículos) para agregar después de 16:8, pero la iglesia en general no le ha dado mucha importancia.

Los Hechos de los Apóstoles

Cuando Lucas decidió escribir (en el año 80 aprox.) este segundo tomo de su obra sobre los orígenes de la fe cristiana, existían composiciones históricas de varias índoles que podían haberle servido de modelo. Pero como sucedió en el caso de los Evangelios, el género literario de esta obra que llamamos Hechos es nuevo, o al menos una adaptación de géneros conocidos. Hechos no es una aretalogía, aunque enfoca las carreras ejemplares de adalides como Pedro, Esteban, Felipe el diácono y Pablo, ni es una simple crónica de la primera iglesia, ni un compendio de sermones o de doctrina, sino una combinación de estos y otros modelos. En la primera mitad (caps. 1–12) Lucas se vale de tradiciones de variadas fuentes y las funde con dificultad en un solo relato coherente; en la segunda mitad (caps. 13–28) puede depender en parte de su propia experiencia (en algunas secciones habla de “nosotros”) y de conversaciones con testigos oculares.

Ya que Lucas no pretende narrar historia profana sino historia de la salvación, describe las acciones humanas como dirigidas o permitidas por Dios, y atribuye al Espíritu Santo un papel decisivo en la expansión de la joven iglesia. Muestra cómo la pequeña banda de discípulos judíos se transforma gradualmente en una iglesia compuesta también de gentiles, y cómo una “secta” que se reúne en el templo de Jerusalén (2:5–13, comp. Luc. 24:53) hace la transición a un movimiento universal con libertad de difundir su mensaje en la capital del mundo (28:30, 31). Lucas es un investigador asiduo, y su obra, sin dejar de ser una interpretación teológica de los años 30–61, nos provee una armazón histórica útil para entender el significado de las epístolas (ver 21:4 a continuación). Curiosamente, nadie siguió las pisadas de Lucas; tenemos obras apócrifas de títulos parecidos que reúnen leyendas edificantes pero no fehacientes (Hechos de Pablo y Tecla, Hechos de Andrés, etc.), pero nadie supo imitar la combinación especial de relato histórico y tratado teológico que logró Lucas por inspiración divina.

A pesar de escribir más de una década después del martirio de Pablo, Lucas termina su obra en una nota optimista: Pablo vive todavía y, tras muchos esfuerzos vanos de convertir a sus paisanos, decide volverse exclusivamente a los gentiles. Lucas ve en este momento una parábola profética acerca del futuro del cristianismo.

El género literario Epistolar

No es gracias a ningún afán de reclamar “originalidad” para la iglesia primitiva, pero tenemos que reconocer que las carta del NT, al igual que los Evangelios y Hechos, constituyen una novedad en cuanto a su forma y propósito. No nos debe sorprender el que un movimiento robusto, y que cuenta con un fundador tan creativo e inigualable como Jesucristo y un mensaje de salvación tan bienvenido, produzca un vocabulario novedoso y cree estructuras jamás vistas. Las experiencias de la iglesia, y sus nuevas ideas, exigen “nuevos odres” para su debida expresión.

Del mundo grecorromano han llegado hasta nosotros unas 14.000 cartas, todas muchísimo más cortas que los 21 escritos que tienen forma de carta en nuestro canon. Pero no sólo en su forma se distinguen estos últimos; su contenido también es nuevo en varios respectos. En general, la carta antigua se define con tres rasgos: se escribe por un motivo determinado; se dirige a una persona o círculo de personas determinado; y sus noticias se destinan únicamente para esa o esas personas. Dada esta definición, no todos los 21 escritos son verdaderamente cartas; en efecto, lo son sólo las que llevan el nombre de Pablo (excepto las pastorales) y el género de las cartas estrictamente privadas, pero todas las mencionadas tienen la meta de aplicar las buenas nuevas a situaciones concretas, y subyace aun en los pasajes más íntimos aquella autoridad apostólica de hombres con un gran sentido de misión y el deseo de instruir, de mostrar cómo las realidades del pasado y del futuro afectan el presente de los creyentes. Estas, pues, son como una extensión de la predicación, impregnadas de kérugma.

Ya que las primeras cartas datan del año 50 aprox., el mensaje de la cruz se ha esparcido por tantos países que un pastor como Pablo se ve obligado a viajar constantemente y por ende incapaz de atender en persona todos los casos que piden su atención. Las cartas se presentan como una manera substituta de pastorear a congregaciones lejanas, pero nunca pierden del todo el sabor a mensaje oral. Y aun cuando Pablo no ha visitado una ciudad destinataria como Roma, una carta no es un tratado general de teología, sino un mensaje que responde a las circunstancias locales de los romanos. Porque el Apóstol contextualiza sin excepción el evangelio, tomando en cuenta las situaciones críticas de los lectores: persecución, herejías, tibieza espiritual y moral.

Además de las cartas puramente privadas, había en la antigüedad también otras en las que el autor contaba con que habían de leerle personas extrañas. Su estilo elevado las delata; en este caso la forma de carta es apenas un recurso estilístico. De ahí no hay más que un paso hasta la carta puramente literaria, la epístola, que es un estudio literario que reviste la forma de carta. Ahora, ¿cómo hemos de clasificar las otras nueve “cartas” que de antemano se dirigen a un grupo amplio de lectores o al gran público cristiano (destinatario idealizado)? Casi ninguna merece la designación “epístola”, aunque Hebreos se aproxima a la forma del tratado teológico; y 1 Pedro, 1 Juan y 2 Pedro a la de la homilía edificante. Santiago también se ha clasificado como una enseñanza ética o sapiencial (para los aspectos epistolarios de Apoc. comp. 21:5 a continuación). Pero en ninguna es ficticia del todo la apariencia de ser carta. En el caso de las tres pastorales (1 y 2 Timoteo y Tito) la cuestión de la paternidad literaria sigue discutiéndose, pero indudablemente tienen la forma de misivas dirigidas a dos compañeros de Pablo y contienen instrucciones sobre el ejercicio del ministerio pastoral en las comunidades cristianas. No son, por tanto, cartas privadas sino escritos oficiales sobre la organización de la iglesia, la lucha contra los herejes, y ciertas cuestiones particulares de atención congregacional.

Al escribir una carta, Pablo y los demás tienen presente ciertas fórmulas conocidas y un bosquejo rudimentario cuyos elementos no tienen que aparecer en el mismo orden:

Todas estas comunicaciones cristianas, llenas de afecto y a veces de ironía y cólera, son documentos aparentemente alejados de la “teología narrativa” que hemos visto hasta aquí; su estilo discursivo atrae mucho a los predicadores evangélicos de Hispanoamérica, tal vez porque refleja el estilo oral de la homilética del siglo I, o facilita (especialmente el punto 4.) la prescripción moral que piden hoy tantas congregaciones. Pero vistas como insertas en su contexto específico de la iglesia del primer siglo, las 21 cartas no carecen de cierta vivacidad y emoción dramática. Nunca deben interpretarse, aun en las secciones del punto 3, más aparentemente abstractas, como divorciadas de su realidad concreta, como “verdades generalizadas” simplemente caídas del cielo; porque sus autores las concibieron como revelación fresca, nacida de experiencias y necesidades históricas, como vemos en el punto 4.

Volvamos al esquema cronológico que dejamos inconcluso en la pág. 10. Se completa así:

ACONTECIMIENTOS PRODUCCIÓN LITERARIA

4 a. de J. 30 d. de J.C. 69 96

Los cuatro Evangelios canónicos:

Vida de Jesús Marcos, Mateo, Lucas y Juan;

Hechos de los Apóstoles

Gestación de los Evangelios

Publicación de los Evangelios

50 100

Las 21 cartas paulinas,

Cartas de Pablo y otros; Apocalipsis juaninas, petrinas y

generales

Apocalipsis de Juan

El género literario Apocalíptico

El último libro del NT presta su nombre a todo un género que viene gestándose por dos o tres siglos. Aunque existen secciones apocalípticas de varios libros del AT (Jer., Eze., Isa. y Dan., p. ej.), y Jesús (Mar. cap. 13 y paralelos), Pablo (1 Tes. 4:12–5:11, p. ej.) y otros utilizan el lenguaje peculiar de los apocalipsis, el único libro canónico dedicado exclusivamente a este género de revelación es el compuesto por Juan de Patmos al final del primer siglo.

Como hemos visto, el joven movimiento cristiano crea un nuevo vocabulario y nuevas formas para comunicar sus buenas nuevas acerca de Jesús el Señor. La teología narrativa llega a su clímax en el Apocalipsis de Juan; sólo que ahora se trata de narrar, no los acontecimientos históricos, sino visiones proféticas. También el ensayo epistolar llega a su apogeo en Apocalipsis, pero la lógica no es la de los griegos ni de los fariseos, sino la de un artista que sabe yuxtaponer estéticamente sus imágenes. Evoca con gran maestría reacciones contrastantes encontradas en sus lectores: terror, éxtasis, admiración y esperanza. Lo hace creando un nuevo universo simbólico, una realidad nueva en la que se puede apreciar claramente la soberanía de Dios y su socorro a la iglesia sufriente. No es tan importante para Juan la interpretación de la historia (es decir, exactamente lo que va a suceder en el futuro) como la interpretación del poder y su relación con la opresión. Por eso, la imagen central del libro es la del trono; el de Dios en primer término, compartido con el Cordero, pero también el trono de Satanás, una imitación mentirosa que tiene su sede histórica en el imperio de turno, el Imperio Romano.

¿De cuál matriz nació este género? Algunos piensan en la literatura de sabiduría, pero el consenso actual busca su origen en el movimiento profético: un profetismo que se ha vuelto pesimista en cuanto a las posibilidades históricas de vencer el mal y que no ve remedio sino en la intervención directa y dramática de Dios. Es de esperar que una iglesia que sufrió en Roma la embestida de la persecución bajo Nerón (año 64 y después) y luego sufre la amenaza de persecución en todo el imperio bajo Domiciano (antes del 96) pensara en términos de martirio casi universal. Necesita la consolación, la seguridad de que Jesús —el que fue ejecutado por el ejército romano a instigación del Sanedrín pero resucitó al tercer día— es el verdadero Soberano del universo, junto con el Padre, y que "reinarán" con él los creyentes que mantengan su testimonio aun frente a los verdugos del estado y de la religión oficial. Los creyentes tendrán que saber representar en el mundo al poder divino, pronto a manifestarse ante la vista de todos, y al mismo tiempo ser súbditos de los poderes políticos de nuestra época. La componenda fácil con el imperio es una tentación diabólica; aun la estrangulación económica (13:17) no debe disuadirnos del camino del Cordero.

Para grupos de cristianos marginados, la revelación desde Patmos es la mejor de las buenas noticias.

Al correr de los tiempos, los 27 libros que hemos considerado, y sólo ellos, fueron reconocidos por las congregaciones y sus dirigentes como Sagrada Escritura, un Nuevo Testamento. Al leer el NT a través de los siglos en miles de lugares, las iglesias han reconfirmado la sabiduría de esta decisión. Estos escritos del siglo apostólico, productos de circunstancias muy humanas y aparentemente casuales, se comprueban ser Palabra inagotable de Dios, preñada de nuevo significado. Tal como el Señor Jesús vivió una verdadera vida humana (plagada de todos los sinsabores y limitaciones que marcan nuestra existencia terrestre) sin dejar de ser Dios, el NT refleja en cada página sus orígenes muy humanos, sin dejar de ser Escritura inspirada. Y tal como Jesucristo (un judío de determinado lugar), cuando Dios le exalta, es reconocido como Salvador por gente de toda cultura y toda época, el NT, presentado como canon, proclama de nuevo en contextos extremadamente variados el plan de Dios y bendice a mujeres y hombres, afluentes y pobres, pigmeos y profesores. Sólo falta que los lectores seamos obedientes.

Carro, D., Poe, J. T., Zorzoli, R. O., & Editorial Mundo Hispano (El Paso, T. (1993-<1997). Comentario bı́blico mundo hispano Gálatas, Efesios, Filipenses, Colosenses, y Filemón (1. ed.) (15). El Paso, TX: Editorial Mundo Hispano.